Free Novel Read

Bocetos californianos Page 3


  Las cimas de los árboles se balanceaban, movidas por el céfiro, y un largo rayo de luz se abrió camino entre las enlazadas ramas, dando de lleno en la indecisa cara, sorprendiéndola en una mueca de irresolución. De pronto, agarró con su habitual ligereza la mano del maestro. Balbuceó algunas palabras, apenas perceptibles; pero el maestro, separando de su frente el negro cabello, la besó, y así, asidos de la mano, salieron de las húmedas y perfumadas bóvedas del bosque por el abierto camino bañado en la luz matinal.

  III

  No tan malévola en su trato respecto a los demás alumnos, Melisa conservaba todavía, una actitud ofensiva respecto a Sofía. Quizá el elemento de los celos no estaba apagado del todo en su apasionado y pequeño corazón. Quizá sería tan sólo que las redondas curvas y la rolliza silueta, ofrecen una superficie más extensa y apta para el roce. Pero como que tales efervescencias estaban bajo la autoridad del maestro, su enemistad a veces tomaba una forma nueva que no se dejaba reprender.

  Mac Sangley, en su primer juicio del carácter de la niña no pudo concebir que jamás hubiese poseído una muñeca. Y es que el maestro, parecido a muchos otros perspicaces observadores, estaba más seguro en los raciocinios a posteriori que en los a priori. Melisa tenía muñeca, pero era propiamente la muñeca de Melisa una reproducción en pequeño de ella misma. Por una casualidad, descubrió la señora Morfeo el secreto de su poco grata existencia. Como compañera que había sido de las excursiones de Melisa, llevaba señales evidentes de los sufrimientos y peripecias pasadas. La intemperie y el barro pegajoso de las zanjas borraron prematuramente su color primitivo. Era en un todo el retrato de Melisa en pasados tiempos. Su única falda roja, ajada, estaba sucia y harapienta, como lo había sido la de la niña. Jamás se había oído a Melisa aplicarla cualquier término infantil de cariño. Nunca le enseñaba en presencia de otros niños. Severamente acostada en el hueco de un árbol cercano a la escuela, sólo le estaba permitido hacer ejercicio durante las excursiones de Melisa, quien, cumpliendo para con su muñeca, como lo hacía consigo misma, un severo deber, aquélla no conocía lujo de ningún género.

  Se le ocurrió a la señora Morfeo, obedeciendo a un laudable impulso, comprar otra muñeca que regaló a Melisa. La niña la recibió curiosa y gravemente. Al contemplarla el maestro un día, creyó notar en sus redondas mejillas encarnadas y mansos ojos azules, un ligero parecido a Sofía. En seguida se echó de ver que Melisa había reparado también en el mismo parecido; de consiguiente, cuando se veía sola, le golpeaba la cabeza de cera contra las rocas, la arrastraba a veces con una cuerda atada al cuello, al ir y volver del colegio, y otras, sentándola en su pupitre, convertía en acerico su cuerpo paciente e inofensivo.

  No me meteré a discutir si hacía aquello en venganza de lo que ella consideraba una nueva e imaginaria intrusión de las excelencias de Sofía, o porque tuviese como una intuición de los ritos de ciertos paganos, y entregándose a aquella ceremonia fetichista, imaginara que el original de su modelo de cera desfallecería para morirse más tarde. Esto sería un arduo problema de metafísica muy difícil de resolver.

  El maestro no pudo menos de observar, a pesar de esas incongruencias morales, el trabajo de una percepción rápida y vigorosa, propia de una inteligencia sana. Melisa no conocía ni el titubear ni las dudas de la niñez. Las contestaciones en clase estaban ligeramente impregnadas de insólita audacia. Claro que no era infalible, pero su valor y aplomo en lanzarse en honduras por las que no habrían osado bogar los tímidos nadadores que la rodeaban, suplían los errores del discernimiento. Los niños, por lo visto, en cuanto a esto, no valen más que las personas mayores; pues siempre que la pequeña mano encarnada de la niña se erguía por encima del pupitre para pedir la palabra, reinaba el silencio de la admiración, y el mismo maestro estaba a veces oprimido por una duda de su propio criterio y experiencia.

  No obstante, ciertas particularidades que en un principio le entretenían y divertían su imaginación, comenzaron a afligirle, y graves dudas asaltaron su conciencia. No podía ocultársele que Melisa era vengativa, irreverente y voluntariosa, que sólo tenía una facultad superior propia de su condición semisalvaje, la facultad del sufrimiento físico y de la abnegación, y otra, aunque no muy constante, atributo de fiera nobleza, la de la verdad. Melisa era a la vez intrépida y sincera; dos cosas que en aquel carácter venían a reducirse a una sola.

  Meditó mucho el maestro sobre este particular y había llegado a la conclusión ordinaria de aquellos que piensan sinceramente, a saber: que él era esclavo de sus propias preocupaciones, cuando determinó visitar al reverendo Mac Sangley para pedirle consejo y parecer. Claro que esta decisión humillaba su orgullo, pues él y Mac Sangley no estaban en muy buena armonía. Pero el pensamiento de Melisa se sobrepuso en él, y en la noche de su primer encuentro, y tal vez con la superstición perdonable de que la mera casualidad no había guiado sus pies hacia la escuela, y con la conciencia satisfecha de la rara magnanimidad de su acción, venció su antipatía y se avistó con el reverendo.

  Mac Sangley se alegró de la visita en grado sumo. Observó, además, que el maestro tenía buen semblante, y esperaba verle curado de la neuralgia y del reumatismo. También le había molestado a él con un sordo dolor, desde la última entrevista, pero tenía de su parte la resignación y el rezo, y callándose un momento, a fin de que el maestro pudiese escribir en su libro de memorias una receta que le dictó para curar la sorda intermitencia, el señor Mac Sangley acabó por informarse de la respetable señora Morfeo.

  —Ornato y prez de la cristiandad es tan buena señora, y su tierna y hermosa familia prospera—añadió el reverendo,—Sofía está perfectamente educada, y es tan atenta como cariñosa.

  Las buenas prendas y cualidades de Sofía parecían afectarle hasta tal extremo, que se extendió en consideraciones sobre ellas un buen lapso de tiempo. El maestro viose doblemente confuso. De un lado, resultaba un contraste violento para la pobre Melisa, en toda aquella alabanza de Sofía, y de otro, este tono confidencial le desagradaba al hablar de la primogénita de la señora Morfeo; así es que el maestro, después de algunos esfuerzos fútiles por decir algo natural, creyó conveniente el recordar otro compromiso y se fue sin pedir los informes, pero en sus reflexiones posteriores, daba injustamente la culpa al reverendo señor Mac Sangley de no habérselos procurado.

  Este hecho colocaba de nuevo al maestro y a la alumna en la estrecha comunión de antes. Melisa pareció reparar el cambio en la conducta del maestro, forzada desde hacía algún tiempo, y en uno de sus cortos paseos vespertinos, deteniéndose ella de repente, y subiendo sobre un tronco de árbol, le miró de hito en hito con ojos insinuantes y escudriñadores.

  —¿No está usted loco?—dijo con un sacudimiento interrogativo de todo su cuerpo.

  —No.

  —¿Ni fastidiado?

  —No.

  —¿Ni hambriento? (El hambre era para Melisa una enfermedad que podía atacarle a uno en cualquier ocasión).

  —No.

  —¿Ni pensando en ella?

  —¿En quién, Melisita?

  —En aquella chica blanca. (Este fue el último epíteto inventado por Melisa, que era muy morenita, para indicar a Sofía, cuya blancura competía con la de la nieve).

  —No.

  —¿Me da usted palabra? (frase con que se sustituyó el «así murieses» por sabio consejo del maestro.)

  —Sí.

  —¿Y por su sagrado honor?

  —Sí.

  Entonces Melisa le dio un beso salvaje, saltó del árbol y se escapó volando. En los dos o tres días que siguieron se dignó parecerse más a los niños en general, y llevar más buena conducta.

  Habían transcurrido ya dos años desde la llegada del maestro a Smith's-Pocket y como su sueldo no era grande y las perspectivas de Smith's-Pocket, para convertirse eventualmente en capital del Estado, no parecían del todo positivas, hacía tiempo que meditaba un cambio de situación. Privadamente, había descubierto ya sus intenciones a los patronos de la escuela; pero, siendo en aquel tiempo escasos los jóvenes de un carácter mora
l intachable, consintió en continuar el curso hasta la próxima primavera, pasando así todo el invierno. Nadie conocía su intención excepto su único amigo, un tal doctor Duchesne, joven médico criollo, conocido de la gente de Wingdam por Duchesny. Jamás lo comunicó a la señora Morfeo, ni a Sofía, ni menos a los alumnos que asistían a sus clases. Esta reserva tenía su explicación en la antipatía constitucional a enredar, sobre todo en el deseo de ahorrarse las preguntas y conjeturas de la curiosidad vulgar y de que nunca creía que iba a hacer algo hasta el momento que lo había puesto en práctica.

  No le gustaba pensar en Melisa. Quizá por un instinto egoísta se esforzaba en figurarse su sentimiento por la niña como necio, romántico y poco práctico. Incluso quiso convencerse de que sus adelantos serían mayores bajo la dirección de un maestro más viejo y más riguroso.

  Melisa tenía entonces once años, y de allí a pocos más, según las leyes de Red-Mountain, sería una mujer. Después de todo, él había cumplido con su deber. Cuando murió Smith, dirigió cartas a los parientes de éste y recibió contestación de una hermana de la madre de Melisa; dando las gracias al maestro, le manifestaba su intención de abandonar con su marido los Estados del Atlántico en dirección a California, dentro de poco tiempo. El maestro fundó con esto un ligero castillo en el aire, imaginando acaso fundar la casa de Melisa; pues era fácil creer que una mujer cariñosa y simpática podría guiar mejor su caprichosa naturaleza. Pero, cuando el maestro le leyó la carta, Melisa escuchola como quien oye llover, la recibió sumisamente y después recortola con sus tijeras en figuras que representaban a Sofía, rotuladas la niña blanca, para evitar errores, y que plantó sobre las paredes exteriores del edificio.

  El verano tocaba a su fin, y la última cosecha había pasado de los campos al granero, cuando el maestro pensó también recoger por medio de un examen los maduros frutos de las tiernas inteligencias que se habían puesto bajo su cultivo y dirección. Así es que los sabios y gente de profesión de Smith's-Pocket se reunieron para sancionar aquella tradicional costumbre de poner a los niños en violenta situación y de atormentarles como a los testigos delante del Tribunal. Como de costumbre, los más audaces y serenos fueron los que lograron obtener los honores del triunfo y ver coronada su frente con los laureles de la victoria. El lector imaginará que Melisa y Sofía alcanzaron la preeminencia y compartían la atención del público. Melisa, con su claridad de percepción natural y confianza en sí misma; Sofía, con el plácido aprecio de su persona y la perfecta corrección en todas sus cosas. Los otros pequeñuelos eran tímidos y atolondrados. Como era de esperar, la prontitud y el despejo de Melisa, cautivaron al mayor número y provocaron el unánime aplauso. La historia de Melisa había inconscientemente despertado las más vivas simpatías de una clase de individuos, cuyas formas atléticas se apoyaban contra las paredes y cuyas bellas y barbudas caras atisbaban con inusitada atención. Sin embargo, la popularidad de Melisa se hundió por una circunstancia inesperada. Mac Sangley se había invitado a sí mismo y disfrutaba la agradable diversión de asustar a los alumnos más tímidos con las preguntas más vagas y ambiguas, dirigidas en un tono grave e imponente; Melisa se había remontado a la astronomía, y estaba señalando el curso de nuestra manchada bola al través del espacio y llevaba el compás de la música de las esferas describiendo las órbitas entrelazadas de los planetas, cuando Mac Sangley se levantó y dijo con su voz gutural:

  —¡Melisa! Está usted hablando de las revoluciones de esta tierra y de los movimientos del sol y creo ha dicho que esto se efectúa desde la creación, ¿no es verdad?

  Melisa lo afirmó desdeñosamente.

  —Bueno, ¿y es esto cierto?—exclamó Mac Sangley, cruzándose de brazos.

  —Sí—dijo Melisa, apretando con fuerza sus labios de coral.

  Las hermosas figuras de las barandas se inclinaron más hacia la sala, y una cara de santo de Rafael, con barba rubia y dulces ojos azules, pertenecientes al mayor bribón de las minas, se volvió hacia la niña y le dijo muy quedo:

  —¡Mantente firme, Melisa!

  Mac Sangley, que hasta aquel momento había tenido fija la mirada en Melisa, dio un profundo suspiro, echó primero al maestro y después a los niños una mirada de compasión, y luego posó su vista sobre Sofía. La niña levantó nuevamente su regordete y blanco brazo, cuyo seductor contorno realzaba un brazalete modelo, chillón y macizo regalo de uno de sus más humildes admiradores, que llevaba gracias a la solemnidad del día. Reinó un silencio sepulcral. Las redondas mejillas de Sofía eran sonrosadas y suaves, los grandes ojos de Sofía eran muy brillantes y azules, y la muselina blanca del trajo escotado de Sofía descansaba muellemente sobre sus hombros blancos y rollizos. Sofía miró al maestro y el maestro asintió con la cabeza. Entonces Sofía dijo con dulce voz:

  —¡Josué mandó al sol que se parase y le obedeció!

  Un sordo murmullo de aplauso se oyó por todos los ámbitos de la escuela, pintose una expresión triunfal en la cara de Sangley, una grave sombra en la del maestro, y una cómica mirada de contrariedad irradió de las ventanas. Melisa hojeó rápidamente su astronomía y cerró el libro con estruendo. Y con un gemido de Mac Sangley, estallaron murmullos de asombro en la clase y un aullido desde las ventanas, cuando Melisa descargó su sonrosado puño sobre el pupitre con esta revolucionaria manifestación:

  —¡Es una maldita impostura! ¡No lo creo!

  IV

  La larga estación de las lluvias tocaba ya a su término. Bandadas de pájaros inundaban los campos, y la primavera mostraba nueva vida en los hinchados capullos, y en los impetuosos arroyos. Los pinares despedían el más fresco aroma. Las azaleas brotaban ya y los ceanothus preparaban para la primavera su librea de color morado. En la ladera meridional del Red-Mountain, la larga espiga del acónito se lanzaba hacia arriba desde su asiento de anchas hojas y de nuevo sacudía sus campanillas de azul oscuro en el suave declive de las cimas. Una alfombra de verde y mullida hierba, ondulaba sobre la tumba de Smith esmaltada de brillantes botones de oro, y salpicada por la espuma de un sin fin de margaritas. El pequeño camposanto había recogido en el pasado año nuevos habitantes, y nuevos montículos se elevaban de dos en dos a lo largo de la baja empalizada hasta alcanzar la tumba de Smith, dejando junto a ella un espacio. La superstición general la había evitado y el sitio al lado de Smith esperaba morador.

  Varios carteles fijados en los muros del pueblo participaban que, dentro de un breve plazo, una célebre compañía dramática representaría, durante algunos días, una serie de sainetes para desternillar de risa; que, alternando agradablemente con éstos, daríase algún melodrama y diversiones a granel. Como es natural, estos anuncios ocasionaron un gran movimiento entre la gente menuda y eran tema de agitación y de mucho hablar entre los alumnos de la escuela. El maestro había prometido a Melisa, para quien esta clase de placer era sagrado y raro, que la llevaría, y en la importante noche del estreno el maestro y Melisa asistieron puntualmente.

  El estilo dominante de la función era el de la penosa medianía; el melodrama no fue bastante malo para reír ni bastante bueno para conmover los espíritus. Pero, el maestro, volviéndose aburrido hacia la niña, sorprendiose y sintió algo como vergüenza, al reparar en el efecto singular que causaba en aquella naturaleza tan sensible. Sus mejillas se teñían de púrpura a cada pulsación de su palpitante corazoncillo; sus pequeños y apasionados labios se abrían ligeramente para dar paso al entrecortado aliento; sus grandes y abiertos ojos se dilataron y se arquearon sus cejas frecuentemente. Melisa no rió ante las sosas mamarrachadas del gracioso, pues Melisa raras veces se reía; ni tampoco se afectó discretamente, hasta acudir al extremo de hacer uso de su pañuelo blanco, como Sofía, la del tierno corazón, que estaba hablando con su pareja y al mismo tiempo mirando de soslayo al maestro, para enjugar alguna lágrima. Pero cuando se terminó el espectáculo y el pequeño telón bajó sobre las reducidas tablas, Melisa suspiró profundamente y se volvió hacia la grave cara del maestro, con una sonrisa apologética y cansado gesto.

  —Ahora, vámonos a casa—insinuó.

&nb
sp; Y bajó los párpados de sus negros ojos, como para ver una vez más la escena en su imaginación virgen.

  Al dirigirse a casa de la señora Morfeo, el maestro creyó prudente ridiculizar la función de arriba abajo.

  —No me extrañaría—dijo—que Melisa creyese que la joven que tan bellamente representa lo hace en serio, enamorada del caballero del rico traje, y aun suponiendo que estuviere enamorada de veras, sería una desgracia.

  —¿Por qué?—dijo Melisa, alzando los caídos párpados.

  —¡Oh! Porque con el salario actual no puede mantener a su mujer y pagar sus bonitos vestidos a tanto por semana, y, además, porque, casados, no tendrían tanto sueldo por los papeles de amantes. Esto, con tal—añadió el maestro—que no estén ya casados con otras; sospecho que el marido de la bella Condesita recibe los billetes a la entrada, alza el telón, o despavila las luces, o hace alguna otra cosa de igual refinamiento y distinción. Por lo que respecta al joven del vestido bonito, que lo es, realmente ahora, y debe costar a lo menos de dos y medio a tres pesos no contando para nada aquel manto de droguete encarnado, del cual conozco el precio, pues compré de él una vez para mi cuarto; en cuanto a este joven, Melisa, no es mal chico, y si bien bebe de vez en cuando, creo que la gente no debiera aprovecharlo para criticarlo tan acerbamente y echarlo en el lodo, ¿verdad? Puedes creerme que podría deberme durante mucho tiempo dos pesos y medio, antes no se lo echase en cara como en Wingdam lo hizo la otra noche aquel hombre.

  Melisa había tomado la mano del maestro entre las suyas, procurando mirarle a los ojos, pero el joven los mantuvo desviados con firmeza. Melisa tenía una vaga idea de la ironía, permitiéndose a veces una especie de humor sardónico, que se manifestaba por igual en sus acciones y en su manera de hablar. Pero el joven continuó de este talante, hasta que hubieron llegado a casa de la señora Morfeo y hubo depositado a Melisa bajo su cuidado maternal. Se le ofreció descanso y un refresco que rehusó, restregándose los ojos, para evitar las miradas de sirena de los ojos azules de Sofía, excusose y se fue derecho a casa.